Lo que aprendí en mis 8 días de meditación en silencio

Hace un año, apagué mi celular, hice un bolso con ropa cómoda de colores oscuros y me subí a un auto con tres desconocidos. Íbamos al Zendo Tunquén, un lugar del que había leído una breve reseña en la revisa Paula, donde cada tanto practican ejercicios de meditación. Una vez al año, realizan el Sesshin(‘tocar el espíritu’), un ejercicio intensivo que se practica en los monasterios budistas, consistente en meditar por largas horas y en silencio durante ocho días, simulando el periodo en que tardó el Buda en iluminarse… Yo pensaba que iba a un centro de yoga y desintoxicación corporal….

No podemos dejar de compartir este articulo de Antonia Laborde, con 8 profundos aprendizajes obtenidos tras pasar unos días meditando.

 

Entre las pocas cosas que llevé, figuraban dos libros y un cuaderno en blanco para escribir lo que suponía sería el borrador de mi primera novela o algo por el estilo. Una de las primeras sorpresas que me llevé cuando llegamos y el maestro zen nos dio la bienvenida, era que no solo no se podía hablar, fumar, beber alcohol, sino que tampoco escuchar música, leer o escribir. Ah, tampoco mirar a los ojos a alguno de los 12 asistentes, aunque esta regla prácticamente nadie la cumplió.

Luego de que se asignaran a cada uno las tareas domésticas de las que se debía encargar; mostrar cómo se debía comer (era prácticamente una coreografía de manos); explicar que el horario iba de 5:00 a 22:00 horas, con meditaciones constantes de 40 minutos y 20 de recreo, salvo en los tres horarios de comida, que se tenía una hora y media para recorrer el bosque, la playa o simplemente dormir; comenzó el silencio más absoluto en el que me había visto envuelta.

Y esto fue lo que aprendí en esos ocho días:

1. Dominar el cuerpo

No soy deportista, ni tengo sobrepeso, soy una persona común que al verme «obligada» a estar 40 minutos sentada con las piernas en posición de loto (que en mi caso era más bien a lo indio), con los hombros caídos hacia atrás, la espalda recta, los ojos entreabiertos y con la orden de no poder moverse una vez que se tocara la campana; a los 10 minutos quería pararme y correr una maratón.
La meditación ocurría frente a una pared blanca y sobre un Zafu (cojín especial para meditar). Tardé 4 días, equivalentes a 12 meditaciones diarias de un total de 8 horas, en lograr el control de mi cuerpo. El maestro zen hablaba media hora al día mientras meditábamos y tocó este tema: el dolor es un mensaje que te llega y molesta, y la clave está en ignorar ese mensaje, hasta que «se cansa» de recordarte lo incomoda que estás. Cuando pasas ese umbral y tu concentración no está enfocada en hacerle caso, sino en llevar tu respiración, es posible no sentir que la circulación en tus piernas está estancada y tengas la sensación de que nunca vas a volver a caminar. Pude comprobar que la mente es capaz de dominar el cuerpo si se quiere.

2. Mente en blanco

¿En qué piensas cuando estas frente a esa pared en blanco? En mi caso, en todo. Desde las cuentas impagas, hasta los traumas infantiles, pasando por películas, relaciones pasadas, planes a futuro, todo. La idea, por supuesto, era no pensar. Esto me costó 5 días y solo lo logré de manera completa e íntegra en 3 se las 96 meditaciones que practiqué.

Es difícil, porque los pensamientos llegan a la cabeza y estar «en blanco» no se puede. Entonces lo que había que hacer era no detenerse en el pensamiento. Si llega a la cabeza una persona, no desarrollar lo que te provoca, las últimas conversaciones sostenidas, o cómo ha sido esa relación. Simplemente, dejarlo pasar y seguir concentrada en la respiración… inhalar y exhalar, eso es todo. Cuesta, y mucho, pero es posible alcanzar un estado de «blanco invierno» en la mente.

3. Ordenar la cabeza

Este punto se relaciona mucho con el anterior. Cuando llegué al «retiro», venía con toda la adrenalina y contingencia de la vida misma. En mi cabeza figuraban en el mismo grado de prioridad e importancia, el arreglar la bicicleta que mi futuro laboral. Los pensamientos te bombardean y es difícil saber qué es lo que realmente te está importando y lo que no. En este ejercicio de no detenerse en los pensamientos, al principio aparecían muchísimas cosas, personas, situaciones, preocupaciones, alegrías, penas, etc. Luego, a medida que avanzaban los días y con la voluntad de no querer desarrollar ninguno de esos pensamientos, empezaron a aparecer cada vez menos cosas, pero que se iban manteniendo. Por ejemplo, los dos primeros días, aparecían 20 personas, luego 10, luego 3 que no se daban por vencidas, entonces esas personas eran realmente con las que tenía un tema que resolver o su significancia estaba siendo muy relevante para mí en ese momento. Así mismo con las preocupaciones. Al octavo día, ya tenía claro de qué asuntos me tenía que hacer cargo.

4. La comunicación no verbal

Este es uno de los puntos que menos me esperaba. Compartir la mesa durante una semana con 12 desconocidos en total silencio puede resultar incomodo (acá no lo era), y también puede resultar tremendamente revelador. ¿Quién se sirve más sin pensar en que faltan 6 para que coman de la misma fuente? ¿Con qué tranquilidad hacía el gesto de reverencia antes de comenzar a comer? ¿Cómo era su mirada cuando había que limpiar el plato de quien estaba al frente? Toda esa información, tan rica y que pasa tan desapercibida en el día a día por culpa de las palabras, acá era clave. Era todo lo que sabías del otro.

Con una señora que tenía poco más de 50 años teníamos una conexión muy fuerte, sin haber cruzado palabra. Sabía que era alguien con quien me llevaría bien en la vida «normal», y cuando ya pudimos hablar al finalizar el ejercicio, estuvimos tres horas sin que nos parara la lengua, porque estaba esa sensación de conocernos hace tiempo, traspasada durante esos días. Lo mismo con la persona que compartí mi pieza, con quien aún mantengo contacto. Se puede conocer a otra persona sin decir nada.

5. La compañía de la naturaleza

El escenario daba pie para sentirse solo. Sin conversaciones, sin redes sociales, sin literatura, era enfrentarse uno a uno… con uno mismo. Me llamaba la atención que no sentía ese vacío y me preguntaba por qué. Estaba tranquila, plena, contenta. La respuesta la encontré en la naturaleza. En cada tiempo libre, me dedicaba a perderme en el maravilloso entorno que nos rodeaba: un mar apacible en las madrugadas y furioso en las tardes, un bosque verde intenso con el agua saliéndose por los poros de sus cortezas, la brisa que a veces te acariciaba y otras te pegaba tan fuerte que te remecías. Estaba tan vivo el paisaje, que realmente funcionaba como compañía, podías comunicarte con él, sentirlo. Algo que en mi día a día prácticamente no hago.

6. Las no necesidades

Cuando vi que el horario de las comidas era: 7:30 am desayuno, 11:30 am almuerzo y 5:30 pm comida, me vino fatiga. Me gusta mucho comer, y harto, así que de solo leer el programa me dio hambre. Para mi sorpresa, mi estómago jamás reclamó. Ni siquiera sentí sed. Así de bien pensado estaba cada menú, que siempre consistía en un tazón de arroz integral, al que por cada taza de arroz se echaban 7 de agua (por eso no sentía sed), más otra serie de alimentos que tenían que tener tres virtudes, seis sabores y diez beneficios. Me sorprendí comiendo espirales con carne de soya a las siete de la mañana sin problema. El pan integral con manjar era los días de festín interna y terminé encontrando sabrosa la sopa miso (compuesta de miso, tofu y algas wakame). No existía la necesidad de querer otra cosa, de querer más. Durante unos días me tocó cocinar y la comida no se probaba porque era sinónimo de ego. «Si la hiciste concentrada, va a quedar buena» era el lema detrás. Doy el ejemplo de la comida porque fue el que más me impactó, pero el despoje estaba en cada situación y no había hambre de más.

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