La real maestría de las artes marciales
Un día, un maestro de Artes Marciales Norteamericano que vivía en Japón, tomó un tren cerca de Tokio y se sentó en la fila del pasillo. A unos escasos metros frente al lugar donde estaba, se encontraban las puertas del tren.
Entre el lugar donde estaba la puerta y sitio donde estaba él, había algunos viajeros leyendo el periódico. A su izquierda había un compartimento con la puerta medio abierta. Él sólo podía ver a aquellas personas que estaban sentadas a la derecha, porque al estar la puerta sólo abierta parcialmente, no podía ver aquellos que estaban sentados a la izquierda.
Al llegar a la siguiente estación, el tren se para y se abren las puertas. De repente entra un individuo grande y de aspecto desaliñado dando voces. De un golpe arranca el periódico del viajero que está más cerca de la puerta. Al ver a aquel ser violento, el norteamericano se prepara para darle una lección.
El individuo violento, que además estaba bebido, se da cuenta de que el norteamericano está mirándolo y entonces se dirige a él con desprecio:
-Tú, americano, ¡escoria! ¿Qué estás mirando? Aquel hombre violento, en su ignorancia se fue acercando al maestro norteamericano sin ser consciente de la verdadera talla de su oponente. El norteamericano se estaba preparándose para darle un escarmiento que nunca olvidaría.
De pronto, como saliendo de la nada, se abrió por completo la puerta del compartimento y un hombre mayor y de corta estatura se colocó entre ellos dos.
Posiblemente, para los que contemplaban nerviosos la escena, aquel anciano era alguien completamente desconocido, pero no lo era para el norteamericano, el cual reconoció de inmediato a uno de los más grandes maestros de Artes Marciales de Japón, un cinturón negro octavo dan y discípulo directo del maestro Ueshiba.
El anciano, que daba la espalda al norteamericano, se dirigió a aquel japonés violento y abrió los brazos como mostrando una gran sorpresa.
– Hombre, si has estado bebiendo sake, ¡con lo que a mi me gusta el sake!
El otro se quedó desconcertado y sin saber qué contestar. El anciano se le acercó con enorme ternura, lo cogió suavemente de un brazo y le dijo:
-Vente conmigo, vamos a hablar.
El norteamericano no pudo contener su curiosidad y se asomó lo más discretamente que pudo para ver lo que estaba ocurriendo.
– ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan furioso ?
Había algo especial en el tono y en los gestos, un gran respeto, una enorme dulzura, una extraordinaria cercanía.
-Hace una semana perdí mi trabajo y hoy vengo del hospital, mi mujer ha fallecido y ya no sé adónde ir ni qué hacer.
El hombre se puso a sollozar abrazado al anciano. El anciano empezó a acariciar el pelo de aquel hombre que se sentía completamente hundido y entonces le dijo:
-Hoy vendrás conmigo a mi casa y juntos nos sentaremos en el columpio que tengo para hablar como dos buenos amigos.
En aquel momento, el norteamericano sintió un nudo en el estómago y descubrió lo que era ser de verdad un Maestro, alguien que nunca deja que su fuerza se interponga en el camino del amor.